Emplazados: cuando la indignación toma las plazas se revela, al fin, lo digno

Por David Gràcia


Nos preguntan que por qué estamos aquí, en la plaza. Se nos ocurren millares de motivos: los que juntos hemos venido escuchando, hablando, pensando… A muchas de estas cuestiones (recortes, privatizaciones, precarización, corrupción, etc.), si no a todas, las atraviesa un sentir común: estamos hartos. Hartos de lo que ya ni siquiera se nos disimula, de lo que se nos echa a la cara con apenas algo de maquillaje: se nos estafa la vida. Cómo no estar de acuerdo con todo ello… Sí, hoy el desenmascaramiento de esta realidad que nos aplasta nos resulta fácil, pero aun así conviene repetir el gesto. Y después del desenmascaramiento, la construcción. Conjuntamente, desde lo común, elaboramos elementos constructivos otros… para otra cosa que no es esta estafa que se quiere pasar por democrática.
Entonces llueven las preguntas: qué, para cuándo, dónde… Son las preguntas que provienen como dagas desde los discursos que imperan. Los mismos discursos que sostienen y justifican la estafa. Una estafa que impone sus tiempos y sus espacios: la agenda y el plano… el planning. ¿Qué proponéis entonces? Especificad, concretad, dad alternativas…. ¿A qué instancias corresponde qué? Poned plazos… Responder a estas preguntas es caer en la trampa.
De esto queremos hablar. No vamos a imponernos plazos: estamos ocupando las plazas. Silencio, estamos trabajando. No queremos vuestros tiempos ni vuestros ritmos. Y sobre todo, queremos –y ahora lo queremos mucho, como quién quiere a su tesoro más preciado– nuestros espacios. Nuestro emplazamiento interrumpe los tiempos y espacios que se nos imponen desde unas lógicas tan vastas como devastadoras: lógicas de mercado y de consumo, de circulación y seguridad, de marcas y emprendedurías marcadas, de lo privado, del crédito y la financiarización, de la movilización global… Las lógicas del capital. Las mismas que nos han expropiado –hace ya tiempo, progresiva y avasalladoramente– la calle, las plazas, los espacios imprevisibles de lo común. Esos lugares en los cuales –y a diferencia de esos escenarios que nos dispone esta democracia: parlamentos, escaparates de opinión, etc.– lo que importa no es el nombre, las siglas, la representación o la marca, sino el entre. Lo que hay entre nosotros; un nosotros que no viene marcado, sino que emerge, justamente, en ese espacio conquistado por la fuerza del anonimato.
La plaza, mejor que la calle lineal, simboliza la toma de un espacio y de un tiempo propios, no impuestos por la agenda o el plano. La plaza deviene, entonces, un centro de gravedad en una vasta e ilimitada llanura de indiferencia ingrávida. La plaza desafía la planificación del espacio urbano. La toma de la plaza, del espacio, es lo que habilita la toma de la palabra; es lo que habilita que un entre-nosotros se ponga a pensar desde el encuentro de las diferencias. Combate de pensamiento. Ahí está la dificultad: no es una fiesta, es un desafío y un compromiso.
Así, emplazarnos no es ponernos plazos; todo lo contrario: es ponernos, exponernos en la plaza sin plazo predeterminado alguno. Porque tomar la palabra no es un mero opinar, y porque tomar la calle no es un mero transitarla; porque tomar la palabra es poner el cuerpo y la experiencia en palabras creíbles, y porque tomar la plaza es habitar expuestos un entre; por todo ello, las complicidades de lo político se tejen entre palabras creíbles.
No somos apolíticos: simplemente, le negamos el carácter de lo político al teatro de la política partidaria y nos lo apropiamos desde las plazas que defendemos y desde las que lanzamos el desafío.
No nos dejemos engañar por la marca de lo cívico: no es más que la cosmética del creciente control del espacio público; no es más que la burda justificación de nuestra expulsión de las calles y plazas. La tristemente modélica ordenanza cívica de Barcelona se reduce a tres prescripciones fundamentales: preservar la circulación, preservar la seguridad, preservar el carácter de paisaje de la ciudad. Es el modelo que se extiende. Es el modelo a atacar: interrumpiendo una circulación que nos reduce a mercancías que consumen, a marcas que se venden; desafiando la lógica securitaria del miedo que nos encierra en casa, en lo privado; rompiendo el plano que nos hace turistas de nuestra propia ciudad.
Tomar las plazas es combatir el conformismo y la indiferencia; no nos garantiza nada, nos expone… pero no solos. Solos desplazados, ya no más. Juntos emplazados.
Cuando la indignación toma las plazas se revela, al fin, lo digno. Y lo digno nos coimplica, nos hace cómplices de un desafío y un compromiso que no se deja cerrar en un tiempo y en un escenario predeterminados, que no admite marcas ni siglas. Y que, sobre todo, es difícil. No tengamos prisa, pero no caigamos en la autocomplacencia, pues lo digno nos interpela en el pensar y en el decir, pero también en el hacer;  no convirtamos la plaza en un escenario.
A nuestros tiempos, a nuestros espacios.

(Quien mirando a su alrededor y al mundo no es capaz de indignarse, es que sus huesos sostienen un cadáver conformado que se mueve entre escaparates).

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